TEXTO DE DAVID BLÁZQUEZ LEÓN

Director y Editor de la revista  The Gassho Magazine

Por una depresión cambié mi vida. Cuando no se leen las señales y se sigue un camino abocado a la nada, el hundimiento es inevitable. Llevaba por aquel entonces la vida que se supone me iba a hacer feliz. Trabajaba en una multinacional tecnológica en el departamento de Marketing y Comunicación. Tenía un buen salario lleno de beneficios sociales. Viajaba por todo el mundo con mi pareja, con la que convivía en una casa preciosa de nueva construcción en un barrio muy bien comunicado de Madrid. Tenía coche y todos los caprichos que quería. El problema era cómo me sentía: sin luz, ni ilusión, ni energía, con dolores físicos, una enfermedad que cada vez me iba a peor -esofagitis eosinofílica- y un profundo sentimiento de vacío. Decía que me encontraba alienado, que no era yo. Aguanté muchos años así, con una presión muy grande en el trabajo y discusiones diarias con mi pareja. Todo eso lo descargaba con ataques de ira repentinos y determinados consumos perjudiciales para mi salud. Había fines de semana que solo era capaz de ir de la cama al sofá y del sofá a la cama, de lo destrozado que estaba. Era joven y mi cuerpo me estaba pasando factura.

Hasta que llegó el día. Mi pareja tomó la decisión de separarse de mí. Mi hundimiento fue entonces máximo con un sentimiento de fracaso absoluto. Sin yo saberlo, caí en depresión. Mi vida no tenía sentido. Mi chispa estaba apagada. Era un volcán en erupción, con emociones que explotaban sin control, dolores insoportables por manos, lumbares, gemelos, rodillas, espalda… y pensamientos cada vez más destructivos. No dije nada a nadie. Iba como un zombi al trabajo, intentando dar una apariencia de normalidad, que se rompía cuando llegaba a casa, donde me hundía por completo. Las noches eran sin duda lo peor. No dormía. Lloraba sin consuelo. Sufría. Me venían todos los fantasmas. Así día tras día. Me estaba volviendo loco, en ese pozo tan oscuro y profundo donde me hallaba.

En una de esas fatídicas noches, sentí con virulencia una presión muy fuerte que me quemaba por dentro, tan dolorosa que pensé que ese era el final. Así lo fue: un morir y un renacer. Algo en mi interior se abrió y apareció una LUZ al final del túnel. De repente, unas ganas de vivir, una ilusión, una alegría empezó a emanar. Recuerdo que dije en voz alta: «Quiero estar bien y voy a hacer todo lo posible para conseguirlo». Nacía el compromiso más difícil que uno puede adquirir en esta vida, el del amor propio, que antepone su salud y bienestar a todo lo demás. Mis prioridades iban a cambiar. Aquello que me hiciera sentirme mal, me lo iba a quitar, y aquello que me hiciera sentirme bien, me lo iba a dar. Con todos los miedos a cuestas, así comencé mi nuevo caminar. En solo unos meses, me despedí de la empresa, aprendí a meditar y descubrí el Reiki. El resto es historia. Hoy día, con 44 años, puedo decir que he transformado mi vida. He sanado mi enfermedad y no tengo ninguna dolencia. He aprendido a cuidarme, hago lo que me gusta, soy Terapeuta y Maestro de Reiki. Acompaño a otros en sus procesos personales y sigo siendo Periodista con Reiki. Y lo más importante, dirijo mi vida de forma consciente haciendo caso a mi cuerpo, que me va diciendo lo que tengo que hacer para estar bien, señales que el Reiki me ha ayudado a atender.